La flacidez es un inestetismo que viene asociado al envejecimiento fisiológico, y podría definirse como una «secuela» de varios episodios ocurridos durante la vida, como por ejemplo: inactividad física, demasiada pérdida de peso, etc. Debido al paso del tiempo, posibles embarazos, cambios bruscos de peso… la piel se estira y tiende a «sobrar», se presenta más laxa, sobre todo, en zonas de flexión, como la cara interior del muslo, cara interna de brazos o abdomen.
Si analizamos cómo responde la piel a la edad, veremos que pasados los 30, comienza una pérdida progresiva de la masa del músculo esquelético, que se convierte en grasa. En general, las áreas del cuerpo con una mayor exposición medioambiental suelen verse más envejecidas que las que están protegidas. De manera que podríamos decir que el fotoenvejecimiento está íntimamente relacionado con la flacidez. Por otro lado, el cambio hormonal que surge hacia los 40 años, tiende a afectar a la hidratación natural de la piel, dando paso a la sequedad y una importante carencia de agua en los tejidos. Este proceso hace, a su vez, que las fibras de colágeno y elastina empiecen a debilitarse. Pasados los 45 años, las fibras de colágeno y elastina son más pobres, lo que se traduce automáticamente en un aumento de la flacidez. Como hemos visto, la caída natural de producción de hormonas trae consigo una falta de hidratación, por lo que la piel pierde espesor, y a ello se une la aparición de ciertas alteraciones en el proceso de renovación celular. Una vez se cumplen los 60, estos signos se acentúan todavía, haciéndose más evidentes en el exterior. Se presenta pérdida de elasticidad y aumento en la profundidad de las marcas de expresión y arrugas. En resumen, con el paso de los años, el metabolismo de las células dérmicas disminuye su ritmo; lo que conlleva que la velocidad para sintetizar el colágeno se vea mermada, afectando directamente en la firmeza y elasticidad de la piel.
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